Breve historia reciente de la exclusión y otros equívocos.
Ensayo
1.- Un punto de partida.
Uno
de los consensos más sólidos de la post-segunda guerra mundial, estaba asociado
a la convicción de que la construcción de democracias de masas, estables; requerían de un nivel de intervención pública
mayor en la economía y que una decisiva perspectiva en favor de una mejor
distribución de los recursos, resultaba requisito inevitable no ya por razones
de justicia (que se suponen primordiales), sino porque se trataba de construir
un conjunto de dispositivos que evitaran el advenimiento de posiciones
políticas maximalistas/antisistema basadas en la denuncia de inequidades
sociales inasumibles.
La
experiencia de pre-guerra había dejado perfectamente claro dos aprendizajes: a)
la institucionalidad liberal decimonónica resultaba insuficiente para gobernar
economías complejas y la sociedad de masas, b) sociedades crecientemente
alfabetizadas y organizadas en torno de colectivos cuya identidad está asociada
a intereses (como el sindicato) resultan menos tolerantes a situaciones
sociales injustas (no importa si estás eran nuevas o históricas y su novedad
consiste en una mirada distinta sobre las mismas).
Durante
el largo ciclo de la economía occidental denominados “los treinta gloriosos”
(1945/ 1973), se produjeron una serie de fenómenos asociados al crecimiento
económico sostenido; dos de los más importantes fueron: un proceso de
urbanización intensiva (el más potente de toda la historia hasta ese momento) y
la muy significativa redistribución del ingreso a escala global, disminuyendo
de manera sustantiva las brechas de riqueza y de calidad de vida entre los sectores más
pobres y más ricos en casi todas las sociedades occidentales. Un elemento
sustantivo a tener en cuenta en el análisis de dicho periodo histórico ha sido
la creación y la consolidación en muchas de dichas sociedades, de lo que se dio
genéricamente en llamar “Estado de Bienestar”, entendido como un conjunto de
prestaciones públicas generalmente gratuitas o altamente subsidiadas,
disponibles para todos los ciudadanos, que al mismo tiempo que mejoraban
sustancialmente el “ingreso real” de las familias pobres, construyeron espacios
sociales de convergencia. Tales prestaciones (desde la educación, la previsión
social, hasta el transporte, etc) con distinto éxito lograban romper atávicas
barreras sociales y contribuyeron a constituir sociedades cohesionadas y con un
más alto sentido de inclusión tanto en sentido humanista como cívico.
Por
aquellos años, se fue consolidando la idea, de que el “efecto redistribuidor”
del Estado de Bienestar, constituía un elemento de gobernabilidad del sistema
económico capitalista en occidente, y generalmente su arquitectura se fundaba
en dos grandes pilares: a) prestaciones de servicios públicos igualitarios,
financiados mayoritariamente con el presupuesto público, b) asignaciones
económicas directas frente a situaciones específicas.
Los
distintos Estados de Bienestar han tenido arquitectura y diseño muy diversos,
pero un aspecto esencial y muy extendido en los mismos, es la universalidad de
ciertas prestaciones, lo que no obedece (ni obedeció) a una lógica económica
estricta, y en lo que se percibe como un “ideario de época” respecto de los
modelos de construcción social.
Por
detrás de aquella idea (como siempre sucede) existían dos conceptos implícitos,
que como tal inspiraban la respuesta a pesar de no ser siempre reconocidos: a)
Por un lado se aceptaba que la cohesión social depende centralmente de
cuestiones económicas, b) que en función de ello, el perfeccionamiento de las
políticas públicas que posibiliten sostener en el tiempo procesos de
reasignación de riqueza, permitirían garantizar la constitución de sociedades
más justas. Por aquellos años no se hablaba con tanta frecuencia de
“inclusión”.
Es
probable que un supuesto de aquellas políticas universales, no suficientemente
estudiado, haya sido el carácter tremendamente estándarizador de la sociedades
avanzadas que desde hacía ya un siglo venía modelando el industrialismo.
Hay
que reconocer –desde una perspectiva académica- y sin ningún ánimo en especial,
que ha sido mucho más estudiado el “Estado de Bienestar” como fenómeno
económico, que como elemento de gobernabilidad del sistema económico y aún
mucho menos estudiado como elemento de contribución a la construcción de un
modelo de convivencia social basada en compartir prestaciones públicas
esenciales de un modo relativamente igualitario. Añado esta salvedad, porque es
probable que en la operación de “desmontaje relativo” del “Estado de Bienestar”
que se viene aplicando de modo generalizado en el mundo, desde finales de los
70’ (identificado con el ascenso político conservador en USA e Inglaterra), no
sólo se haya frenado el proceso redistribuidor de los treinta gloriosos, sino
que quizás se haya lesionado el proceso de construcción de “capital simbólico”
que el mismo venía produciendo.
2.- Un cambio de época.
La
crisis del petróleo, fue el detonante de un cierre de época. Para los países
cuyo sistema económico dependía de disponer de energía barata la cuestión fue
crucial y para todos relevante porque se modificó el criterio de prioridades en
la administración del comercio y en la inversiones públicas.
De
todas las consecuencias que dicha crisis produjo, la más relevante (respecto
del tema que nos toca abordar) es la consecuencia política. Las dificultades
para financiar “estados de bienestar” muy expandidos y en ciertos casos el
abuso de la política monetaria como modo de financiamiento público, derivo en
procesos inflacionarios severos (aún en los países centrales), descontento
público y abrió paso al crecimiento de la popularidad de una perspectiva
política alternativa.
Bajo
esas condiciones nació el conservadurismo moderno (Reagan/ Tatcher / Kohl), que
más allá de otras consideraciones propuso superar el entuerto inflacionario y
de competitividad (por aquellos años el temor occidental no era china, sino la
productividad japonesa), con un conjunto
de respuestas muy concretas: menos prestaciones públicas, menos impuestos,
menos déficit público, mayor cuidado de la política monetaria (y por tanto
tasas de interés más altas). No nos vamos a detener aquí a evaluar si se
cumplieron con los objetivos propuestos; pero lo cierto – y perfectamente
medido por las estadísticas– es que a partir de los años 80 y hasta inicios del
Siglo XXI se freno el proceso redistributivo.
Es
probable que en paralelo a la “nueva concentración económica”, el desmontaje
(con distinta intensidad según los países), del Estado de Bienestar haya
erosionado también aquellas otras dos cuestiones implícitas y menos estudiadas
(la gobernabilidad sobre el sistema económico y la construcción de espacios de
encuentro social).
3.- Polìticas y contexto.
Ahora
bien, durante los treinta gloriosos y aún luego, toda la teoría política y las
iniciativas de las distintas Administraciones Públicas que se proponían
combatir las lacras sociales y las desigualdades extremas apelaban (con mayor o
menor suerte) generalmente a mecanismos de re-asignación de recursos.
Básicamente detraer recursos de donde existen “excedentes” mediante el sistema
fiscal (de allí la receptividad de la idea de progresividad) y asignarlos mediante
mecanismos más o menos directos a la población con necesidades materiales
irresueltas. Se suponía que uno de los objetivos era “estrictamente” material
(por ejemplo mejorar la estructura de ingresos reales de los más pobres,
brindando una sanidad pública, gratuita y universal de alta calidad), pero
siempre estaba implícitamente acompañado por un objetivo simbólico (compartir
la misma sanidad a personas de diferentes ingresos, favorece que se sientan
partícipes de un destino común).
Cuando
esa práctica o programa de re-asignación, ya no constituye un elemento de
construcción del Estado de Bienestar y es una política aislada, tendiente a
resolver un aspecto material concreto de la población objetivo, más allá de la eficacia o eficiencia del programa;
se pierde de vista el segundo objetivo.
Durante
los años de la hegemonía conservadora, con sólidos argumentos a favor de la
eficiencia en la asignación de recursos; el desmontaje del Estado de Bienestar
(sobre todo en el denominado primer mundo) no se produjo – como muchas veces se
cree – eliminando de cuajo las políticas re-asignativas, sino reconcibiendolas
desde políticas universales hacia políticas focalizadas (supuestamente es más
justo, darle solo a los que necesitan algo, que no a todos ….. hipótesis que
podría discutirse en otro trabajo). Queda claro que esta nueva versión de las
políticas sociales “enfocadas” en la idea de “paliar la pobreza” está corrida
del ideario de época de los treinta gloriosos (construir una sociedad
cohesionada).
4.- El equívoco.
Justamente
es la evolución histórica que muy genéricamente hemos hecho arriba la que
explica el equívoco sobre el debate inclusión/ exclusión social, en las
sociedades actuales.
Cada
vez que un “estallido urbano” se produce y alcanza la tapa de los diarios del
mundo – hoy por hoy debemos agregar, se viraliza por las redes sociales – y
despierta el alarma sobre tal o cual sociedad (ya sea Francia en el 2003,
Inglaterra 2011), una reacción instintiva (casi pavloviana, diría yo) es buscar
en los datos estadísticos fundamentos que expliquen esas imágenes conmovedoras
y aterradoras, que la prensa nos acerca. Por supuesto, podemos ver lo que
querramos ver en ellas, problemas de empleo o de acceso a la vivienda, o
incidencia del costo del transporte en los sectores populares o lo que fuera.
Lo
que las estadísticas aisladamente no nos dicen, ni es su rol decirnos, es que
si las viésemos todas juntas y las analizáramos con detalle y lo combináramos
con algunos análisis cualitativos inevitables ….. es que desigualdad de
ingresos y exclusión son dos fenómenos diferentes, que estamos enfrentando con
herramientas políticas inadecuadas.
La
desigualdad de ingresos, en el clima de época de los “treinta gloriosos” donde
el objeto del conjunto de políticas públicas era contribuir a la cohesión
social, podía paliarse o resolverse con asignaciones crecientes de recursos
económicos (luego se podría medir el éxito o no de la iniciativa).
La
exclusión, es un fenómeno que excede (y mucho) la desigualdad de ingresos; y
por eso no puede resolverse (exclusivamente) con planes de asignación de
recursos.
Una
vez que la fractura social se ahondó al punto de que amplios sectores sociales
no circulan ni pueden circular por espacios comunes, donde ninguna política los
hace parte de un destino colectivo, donde incluso las políticas sociales que se
orientan a “incluir” son un sello estigmatizante, donde se han quebrado los
elementos de movilidad validados colectivamente; una vez que todo ello ha
ocurrido, se ha instalado el fenómeno “excluyente” una patología social
inaceptable, dolorosa, inasumible, pero sobre todas las cosas irresoluble desde
una perspectiva teórica equivocada que la asocia sin más al diferencial de
ingresos económicos.
5.- El futuro no está ni delante ni detrás,
sino en nuestras manos.
Existe
una cierta nostalgia de los treinta gloriosos, no porque hayan sido la panacea
de nada, sino porque los convulsos tiempos actuales nos dificultan pensar
escenarios mejores. El caso más significativo de dicha nostalgia puede
verificarse en los movimientos de “indignados” que en todos lados (pero sobre
todo en España) reclaman y reivindican al Estado de Bienestar.
No
creo que sea factible retrotraer el reloj histórico o económico, y así como
neoconservadurismo no fue idénticamente lo mismo que su versión original,
entiendo que la defensa de una sociedad cohesionada, requerirá en estos tiempos
globales y enredados, de nuevas reflexiones e instrumentos.
Aquellos
años (gloriosos?) fueron la exacerbación de las materias primas baratas, el
proteccionismo (nuestro y de ellos), de los ciudadanos temerosos frente a una
guerra probable.
Hoy
tenemos una nutrida agenda ambiental que nos asedia, el mundo vive en tiempo
real lo que sucede en todos lados, nuestros parámetros de consumo son un límite
al proteccionismo, las materias primas ya no son baratas, etc. Aquellos tiempos
no son replicables, nuestros desafíos son nuevos. Son nuevas las
subjetividades, los quiebres sociales e incluso las posibilidades que
disponemos.
Seguramente
existirán muchos ensayos académicos, iniciativas sociales y políticas que se
vayan aproximando a dotar al sistema económico de mayor gobernabilidad y a
construir políticas públicas cuya finalidad no sea “paliar la pobreza” sino
construir sociedades cohesionadas; sin dudas no se trata de objetivos sencillos
para economías expuestas a las competencia.
Tal
vez el centro del debate social sea sencillamente ese, como construir economías
competitivas y políticas públicas constructoras de ciudadanía hoy.
No
será sencillo, para la política actual concebir un nuevo estado de bienestar,
en economías abiertas y frente a sociedades tan crecientemente fragmentadas en
su diversidad social.
Lo
cierto es que el debate está abierto, los dos objetivos indirectos del estado
de bienestar son parte de su legado y deben ser recuperados con nuevos y más
eficientes instrumentos, no como una remora del tiempo que perdimos, sino como
un desafío por una sociedad más justa.